15 mayo 2014

Luz de luna

La oscura noche mece los sueños de los incautos y de los inocentes, de los niños y de los hombres, de las personas todavía felices. El inmenso negror engaña y equivoca a las almas puras, las almas que aún no conocen verdadero dolor; entra por las ventanas, observa como con la suavidad del paso del tiempo se tejen sus planes, sus deseos y sus macabras intenciones. La noche es retorcida. Nadie llora mientras duerme, nadie sufre mientras sueña, tampoco yo lo hacía hasta que conocí la luz de tu piel y me robaste mi inconsistente alegría.

Desde entonces, no he vuelto a dormir. Me adentro cada noche en el bosque tan profundo como pueda, me abro camino entre las ramas que me azotan y los arbustos que me arañan; los arbustos son como las manos de las pobres almas pisoteadas por el mundo, te acarician las piernas, te clavan sus uñas y te suplican que te quedes a su lado porque piensan, erróneamente, que mi desdicha es menor que la suya. Sigo mi camino con decisión dejando atrás la parte humana del bosque. Por delante oscuridad, por detrás oscuridad, ya no existe camino de vuelta así que dejo de caminar ciegamente a tientas y corro tanto como puedo.

Tropiezo, caigo, me levanto y vuelvo a correr; nada me duele, el dolor se siente en el corazón y ya sabes que el mío ya no siente. Llego respirando aceleradamente, me arrodillo, agacho la cabeza, miro al suelo e intento recuperar el aliento de lo poco que me queda de alma. No sé si las heridas de mis manos están sangrando o es que están vomitando barro, pero lo que es cierto es que arden. Mis rodillas se descomponen poco a poco entre la tierra húmeda. Cuando ya he recuperado la respiración, alzo la cabeza y te veo ahí, como cada noche desde que te conocí, mirándome con compasión.

Solo ver tus negros ojos me basta para recuperar mi humanidad por un instante. Tu blanca piel me deslumbra, como siempre, y deja al jazmín como un vulgar derivado del amarillo. Y como siempre no puedo decirte una palabra. Tu dulzura baila con los rayos de la luna, acaricia mi barba y me abre la boca, que emite un grito sordo de placer. Y tu pelo, negro, empieza a tornarse más plateado que la luna, se desliza entre tu cuerpo y, de repente, es un rio de diamantes de los que no existen en este mundo. Me levanto torpemente, me dirijo hacia ti y alargo mi temblorosa mano para acariciar tu tez. Mi mano se desliza por el hielo de tu cara y deja por tu piel un rastro de sangre y barro. Me acerco a besarte, pero ya no estás. Y, entonces, la luna explota en millones de fragmentos fríos y grises que se clavan en mi corazón, transformándolo de nuevo en una amalgama de músculos decrépitos e insensibles.

Abro los ojos, estoy tumbado en la cama y por la ventana se cuelan los primeros rayos del sol. La noche lo ha vuelto a hacer, me ha vuelto a engañar y las lágrimas de impotencia acarician los gemidos de dolor que salen de mis labios. No lo puedo soportar. Encuentro en mi mesilla un destornillador oxidado y me lo clavo en el pecho repetidamente. La sangre salpica las sábanas y a mí me da totalmente igual. Mis ojos vacíos solo miran a la pared, mientras mi cabeza lleva la cuenta de agujeros en mi pecho y ya llego al vigésimo sexto; la verdad es que esto no es lo que me duele. Mientras se me va la vida maldigo a la noche por retorcida, pero la verdad es que tu belleza es la que me jodió la existencia. Pero a ti no te puedo culpar, no, no; a ti no, luz de luna, vida mía.

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